"Podemos ser
amigas", recuerdo que me dijo, y yo pensando que las amigas no hacen el
amor ni se dan besos en cada esquina de la ciudad. Qué triste. "No, no
quiero ser tu amiga, joder", le respondí, pero no le dije por qué, qué
imbécil. Ella lo interpretó como quiso, como cualquier persona haría: huyendo.
Y me quedé tan sola que decidí empezar a fumar; lo típico, vamos; yo nunca
había tenido un cigarro
entre los labios, así que me ahogué con el humo, pero ya me había estado
ahogando desde el momento en el que no supe cómo decirle que la quería.
"En fin, por un poco más, no importa", pensé. Y si me preguntáis, de
la vida qué, después de aquello, ni puta idea. Siguió, claro, como de
costumbre, sin mirarme a los ojos, sin ni siquiera llamarme por las noches para
ver cómo estaba. Qué va, ni eso. Sobreviví tan bien como pude, pero aún así lo
hice demasiado mal, y tardé en olvidar lo que tardé en volver a enamorarme. De
precipicio en precipicio y tiro porque me toca, una locura. Y, por supuesto,
volví a verla un día, no recuerdo cuál, ni recuerdo muy bien cómo, sólo
recuerdo que, de repente, la calle se quedó vacía, y estábamos ella y yo sentadas
en un bar con una amiga suya, y riéndonos juntas, como si nada, como si yo aún
no tuviese, después de todo, ganas de besarla. Y qué podía hacer, si en el
fondo, y no tan al fondo, nunca había aprendido a pasar página. Ninguna.
Siempre volvía a releer las mismas letras; las mismas historias; las mismas
cicatrices, a fin de cuentas. Pero, bueno, sé que en algún momento todo esto
dejará de tener sentido y que, cuando mire las viejas fotografías que guardo de
ella, sólo recordaré la sonrisa tan bonita que tenía , y no lo mucho que me gusto
un día. Y no hay mucho más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.