Y ya nada volvió a
ser como antes. Y, tú y yo, nosotras, volvimos a ser desconocidas, pero esta
vez, desconocidas que, durante un tiempo, se conocieron (o se hirieron) muy
bien. No me preguntes por qué o cómo, pero uno de los días más tristes de mi
vida fue aquel en el que nos cruzamos y nos dimos dos besos, en lugar de uno.
No sé si me explico. Que aquel día nos miramos a los ojos y, aunque sonreíamos, todo era maquillaje; una mera formalidad. Estábamos
ausentes, cariño. Tan quemadas, tan perdidas, tan con ganas de que alguien nos
encontrase de nuevo. Y yo te hubiese dicho que aún te buscaba por las noches.
Que aún te tarareaba cuando estaba sola. Que aún ojalá nosotras. Pero por qué
iba yo a decirte nada, si ya lo habíamos perdido todo. Todo, que se dice
rápido, casi tan rápido como perdimos aquello. Y recuerdo cuando me decías que
cuidado, que eras un precipicio, y que yo tenía tendencia a resvalar. A
enamorarme, vamos. A caer, y con ese estilo que sólo tienen los poetas, es
decir, hasta el fondo. Hasta lo insalvable, hasta todas esas ojeras que ya ni
maquillarte puedes, porque hay cansancios, algunas heridas, que marcan el
brillo de los ojos. Qué más da o a quién le importa que siga perdiendo en este
no saber qué hacer: si olvidarte o sangrar un poquito más, quizá con la
esperanza de que termines volviendo y me digas al oído, muy bajito, que, como
yo, nadie ha sabido escribirte, o quererte, o quizás romperte, mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.