lunes, 10 de junio de 2013

Vacíos que llenan.

Lo que encuentro más difícil a la hora de escribir es saber cómo empezar. Ni siquiera sé qué ocurrirá en un futuro inmediato, o en una hora, o mañana, a pesar de tener una rutina y horario fijados, como para saber cómo rellenar un espacio en blanco sin pautas asignadas. 
Sin embargo, hay algo que me impulsa a hacerlo para conseguir, al menos, ir dejando marcadas las huellas que ya he tallado, hacer una especie de amnesias de flashes que en ciertos momentos de lapsus y déjàvus me vuelven a la mente. Contra todo imperativo diré por encima de las voces de aquellos que me obligan a olvidar, que por mucho que insistan en afirmar que algo no ha ocurrido, lo ha hecho. Recuerdo cierta frase de alguien quejándose porque no quería ser sólo una parte de mi vida. Hipócrita de aquella persona que, a continuación, gastó hasta su última gota de paciencia esforzándose por desaparecer. Y me da igual. Desaparecen las presencias, pero no las personas, desaparecen las tardes, pero el lugar donde las viste pasar sigue ahí, y seguirá siempre, los momentos caducan, pero no las lecciones. Que a nadie se le ocurra pedirme que me deshaga de un recuerdo, y mucho menos obligarme a decir que jamás ha ocurrido. Si, como mucho, decido cambiarlos de lugar y meterlos al cajón será cosa mía. Yo me acuerdo de todo. Y precisamente porque no puedo borrar nada estoy donde estoy, porque es lo que me ha ido trayendo. Supongo que alguna vez habré servido yo también de ráfaga de viento o huracán a alguien para hacer que llegue a estar donde está. Por mucho que piense que no se acuerda. Por mucho que lo niegue. Por mucho que odie aceptarlo. ¿Y sabéis? Todos necesitamos de eso.

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